Hace unas semanas ‘El País’ publicó una serie de reportajes del periodista y escritor Jonathan Littell sobre la situación en Siria. Littell, medio francés, medio estadounidense, había entrado en Siria clandestinamente desde Líbano, y en cinco entregas supo describir con pulso, fuerza e indignación la terrible situación del país.
En concreto, un sábado, tomando un café matutino yo leía este capítulo.
Lo hacía en la edición de papel, a la que aún sigo enganchado hasta que alguien decida comprarme una tableta (no creo que me dejen en Cives iniciar un crowfunding, o como se conjugue esto, para conseguirla, aunque un responsable de comunicación con iPad, pues como que viste mucho más).
Littell ha contado su peripecia por la Siria de Bachar El Asad, ese hijo de su padre, y en cada episodio pudimos adentrarnos en el terror, las sevicias de esta satrapía, que el domingo nos ofreció el paripé de un referendo constitucional (en la foto, El Asad vota junto a su esposa), mientras seguían machacando a la oposición.
En uno de los episodios más terrible, Littell hablaba de las torturas a los enfermos, de los centros clandestinos para curar a los heridos, en los que los médicos y enfermeros se juegan la vida para cumplir con el juramento hipocrático.
El relato era espeluznante, y a medida que lo iba leyendo, cada vez tenía más claro que a mí no me importaría nada ver linchado a El Asad, su familia, sus ministros y la cúpula militar. Don’t get me wrong. Por supuesto, considero que todo el mundo tiene derecho a un juicio justo, incluso los que nunca han concedido ellos mismos juicios justos a nadie.
Y bien, si El Asad puede ser llevado a alguna corte internacional, pues que se haga.
Pero, y no sé si tengo que pedir perdón por esto o si tal vez soy un monstruo, si da la casualidad de que el tipo tuviera que acabar como Gadaffi… pues confieso que no me inmutaría. En la ejecución sumarial del libio encontré yo cierta justicia poética. En su cara de terror seguro que hallarían ciertos los familiares de los muertos, los sometidos a suplicio…
Igual hablo por hablar, fruto de un calentón. No sé. Habría que vivirlo sobre el terreno. Es curioso, nos desayunamos, comemos y cenamos con noticias relacionadas con la violencia, pero pocos la han presencia en directo. No hablo ahora de la violencia callada de la pobreza extrema, si no de la de tiros, sangre, ambulancias y muertos.
Yo sí la viví en Líbano, a finales de mayo pasado. Me vas a permitir que te recuerde la situación de la que fuimos testigos, además de servidor, mi cámara Carlos Arciniega y la delegada de Cives en Líbano, Natalia Sancha.
Así que mi viaje a Líbano comenzó con cinco muertos y dos entierros. La famosa causa palestina, sin resolver, siempre pendiente, excusa para todos, argumento que puede ser usado en cualquier dirección. Será complicado resolverlo en el terreno, pero solucionar el problema de los campos de refugiados es prácticamente imposible. ¿Retorno a su tierra tras más de cuarenta años? Endiabladamente complicado para qué nos vamos a engañar.
Tengo que decir que estoy enamorado de nuestros proyectos en Líbano, con chavales del campo de refugiados de Ein El Helwe, a los que les damos una formación profesional que evite que se conviertan en carne de cañón de las facciones palestinas que pululan por el campo. Un dirigente de Hamás me dijo textualmente que si tenía que morir la mitad de la juventud como precio a pagar por la vuelta a Palestina, pues que que se le iba a hacer…
Es muy probable que para estos chavales, para sus padres, para sus abuelos Ein El Helwe siga siendo siempre su ciudad, su sitio… Carlos Arciniega ha montado este pequeño vídeo de homenaje a todos ellos, y por extensión a los miles de refugiados que hay en todo el mundo por las más diversas causas. La canción se llama ‘This is my city’ (Esta es mi ciudad), de Timothy Victor. Una preciosa melodía por sí misma, que se hizo famosa gracias a un episodio de la estupenda serie de televisión ‘Skins’.
Mientras tanto, las primaveras árabes dan que pensar. Con sus países rotos, sin economía, las preocupaciones de los islamistas si prohíben el traje de baño en Egipto o si lo homosexuales ponen en peligro al mundo, como dijo un tipo en Libia. Y, con todo el respeto, yo me pregunto: ¿con todos los problemas de este mundo, de verdad dedica Alá un segundo de su tiempo a pensar en esas cosas? ¿O, en realidad son los que dicen hablar en su nombre los únicos preocupados por ello?
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30 julio, 2012 at 18:11
«El relato era espeluznante, y a medida que lo iba leyendo, cada vez tenía más claro que a mí no me importaría nada ver linchado a El Asad, SU FAMILIA, sus ministros y la cúpula militar.»
¡Vaya!, pues parece que piensas igual que al que criticas…